Del libro de Francisco Franco bajo el pseudónimo Jakim Boor, «Masonería».
Los masones obedecían fielmente las consignas de la célebre frase de Calvino: “A los jesuitas se los debe matar u oprimir con calumnias.” Y con calumnias y muertes sepersiguió a la Compañía de Jesús en este calvario ininterrumpido del siglo XVIII, que ella ofreció humilde a su Dios y Señor.De poco sirve que exista una realidad contraria. La masonería no tiene escrúpulos en la fabricación y en la falsificación de pruebas cuando pretende alcanzar un objetivo. Es lapolítica de la “calumnia, que algo queda”, que, explotada por las propagandas, sabe convertir para el mundo en monstruosas verdades, que, aunque muchas veces puedenderribarse con la presencia de la verdad, lo es cuando el daño ya está hecho, y aun así,con un silencio glacial y artificioso envuelven la obligada rectificación.Destaca para nosotros en esta triste historia de la persecución de la Compañia de Jesús la inexplicable complacencia con que Carlos III suscribió las peticiones reiteradaspara la extinción de la Orden. Sin embargo, la Historia nos aclara suficientemente la infame intriga que al Monarca se le tendió y cómo, para que no dudase de los grandesdelitos que a la Compañía se le imputaban le presentaron con el sello de Roma cartas escritas por el general de la Orden, padre Lorenzo Ricci, al provincial de Madrid, que le dijeron haber interceptado, y en las que para consumar su destronamiento se excitaba a sus subordinados a la corrupción, contando con las riquezas de la Compañía, que exageraban hasta extremos fantásticos. Pero lo que más encendió la cólera real fué el falso testimonio que en ellas se levantaba contra la castidad de su difunta madre. Enviada a Su Santidad esta carta, como un documento fehaciente, fué examinada por una Comisión, en la que figuraba un prelado que más tarde había de ser Pío VI, la cual descubrió que el papel era de fábrica española que, analizado más tarde, se averiguó elaño de su fabricación. La carta había sido fechada dos años antes de que existiese elpapel de la misma.Un historiador francés, Cretineau-Jolie, asegura a este respecto “que estando próximo a morir el duque de Alba, antiguo ministro de Fernando VI, exaltador incansable del encono contra los jesuitas, depositó en manos del inquisidor general, don Felipe Bertrán, obispo de Salamanca, una declaración en la que confesaba: primero, haber sido uno de los autores del motín contra Esquilache y que lo había fomentado en odio a los mencionados religiosos y para que se les imputase; segundo, que había redactado granparte de la su puesta carta del general Ricci, y tercero, que había sido el inventor de lafábula del Emperador Nicolás I y uno de los fabricantes de la moneda con la efigie de estefamoso Monarca. Añade que hizo igual declaración en 1776 en un escrito a Carlos III”. La prueba de la falsedad masónica no podía ser más concluyente.Otro historiador anglicano, Adam, publica análoga versión sobre las invenciones queprovocaron en el ánimo del Rey el encono que permitió arrancar su firma contra la Compañía de Jesús, expresando: “Pueden muy bien ponerse en duda las malas intenciones y los crímenes atribuidos a los hijos de Loyola, siendo más natural creer queun partido enemigo no sólo de la corporación, sino también de la religión cristiana, suscitó su ruina, a la que se prestaron los Gobiernos con tanta más facilidad cuanto que estaban interesados en ella”, en todo lo cual coinciden otros varios de los historiadores protestantes. Se ve aquí cómo los masones que rodeaban a Carlos III habían estudiado a fondo su corazón y sus reacciones, discurriendo aquello capaz de incendiar su cólera, a laque no podía resistirse, ya que, ofendido en su orgullo y en su piedad filial por el sello de bastardía que unían a su nombre, había de proceder a castigar la ofensa, aunque reservase la causa, como entonces dijo, en lo más hondo de su pecho.La masonería ayer, como hoy y mañana, no repara en los medios para alcanzar sus fines, no conoce la moral, engaña al pueblo, y no la detienen, como hemos demostrado, ni la autoridad y el respeto debido al representante de Dios sobre la Tierra.