Nuevo capítulo del libro de Francisco Franco sobre la masonería en el que explica el complot de la «conspiración de la pólvora» (en el que está basado «V de Vendetta») y cómo fueron los protestantes quienes lo realizaron para desacreditar a los jesuitas, y dejar el camino expedito para expulsar a los católicos de Inglaterra y prohibir la Compañía de Jesús, para así facilitar las Revoluciones Iluministas/Iluminati. Nuevo golpe a la teoría de la conspiración jesuítica.
En estos sucesos remotos del año 1605 y en la inicua ejecución de dos inocentes tomó fundamento la campaña que, descrita con vivos colores por los enemigos de la fecatólica, hicieron correr los masones por el mundo en el siglo XVIII, como antecedente para demostrar el espíritu de conspiración y rebeldía que animaba a la Compañía de Jesús. La fábula del regicidio tomaba así estado en la conciencia pública y hacía fácil en lo sucesivo el achacar el atentado contra el rey José de Portugal y las conspiraciones futuras a quienes siendo por sus virtudes y celo apostólico incapaces de tales hechos, y los más celosos defensores de la fe, constituían el obstáculo más formidable que encontraban ensu camino las conspiraciones de la secta. “Maquinación de la pólvora” que sirvió al sectario Consejo extraordinario que reunió el Rey de España como antecedente para, unida a la canallesca persecución de Portugal, decidirle a aquel acto inicuo de la expulsión.Expulsada la Compañía de Portugal y España y extendida por Francia la campaña que sus gobernantes masones habían desencadenado con sus aportaciones calumniosas y falsas, les fué fácil a los masones de la nación vecina aprovecharse de ella para resucitar las viejas injurias que con motivo del atentado de 5 de enero de 1757, en que un agresor llamado Damiens clavó un puñal en el pecho de Luis XV, se habían arrojado sobre la Compañía de Jesús para apartarla del real favor, y que hasta el propio Voltaire había rechazado por calumniosas, negándose a publicar una calumnia tan monstruosa. Lasfrases que el conspicuo filósofo escribió entonces a uno de los propagadores no dejaron lugar a dudas: “Ya debes de haber conocido que no guardo consideraciones a los jesuitas.Pues bien: si ahora tratase de acusarlos de un crimen de que los han justificado Damiens yla Europa entera, únicamente lograría sublevar la posteridad en favor suyo y yo no seríamás que un eco vil de los jansenistas.” Palabras bien claras y terminantes de un enemigo de la fe y detractor de la Compañía, que por esta cualidad no podía ser sospechoso.No obstante que la Historia había demostrado que el criminal Damiens, si bien habíaservido en los primeros años de su juventud con los jesuitas, cuando cometió su atentadoera jansenista fogoso y se encontraba al servicio de los filósofos y parlamentarios masones, éstos arrojaron calumniosamente sobre los jesuitas la culpabilidad aprovechándose de hallar al frente de la nación un Rey escéptico, falto de vigor parahacerse respetar y obedecer y prematuramente avejentado, que, sumido en una insensibilidad voluptuosa, pasaba la vida entre el desenfreno y los remordimientos, y que no obstante los esfuerzos del virtuoso arzobispo de París, Cristóbal de Beaumont, y labuena disposición de la Reina y del Delfín, entre los que los jesuitas disfrutaban de gran afecto y crédito, los jansenistas y los filósofos ganaron las posiciones y acabaron socavando a la propia Monarquía.Conocían los masones y conspiradores de la nación gala que en el frente que los buenos consejeros pretendían establecer para la defensa de la Compañía existía un portillo de más fácil acceso, constituido por la marquesa de Pompadour, voluble, ambiciosa y disgustada, cuyo valimiento y benevolencia consiguieron fácilmente captarse; y aunque en el ánimo de la favorita luchaban sus sentimientos y pasiones con su vieja educación religiosa y la estimación general de que disfrutaba, acabó, sin embargo, decidiéndose aayudar a las sectas al negarse el padre Desmarets, de la Compañía, a dar la absolución ylos santos sacramentos a Luis XV si no se separaba de la favorita y se arrepentía con propósito de verdadera enmnienda de la vida pasada. Con el favor de la privada acabóperdiéndose el favor del Monarca, que desencadenó la ira servil de muchos cortesanos,que desde entonces se sumaron a los ataques de la secta contra los hijos de San Ignacio. Contando ya con la benevolencia real, desde entonces se gritó, se escribió, se calumnió cuanto plugo a las sectas masónicas, y a las viejas y calumniosas diatribas se agregaron otras más nuevas y monstruosas, cuando un suceso sobrevenido como consecuencia de la guerra sostenida entre Francia e Inglaterra descargó sobre los jesuitas la tormenta que desde hacia varios años se venía formando; destruido por la guerra el comercio de la Martinica y derrumbada la economía de aquella isla, se vino también abajo la prosperidad de que hasta entonces había disfrutado una factoría que la actividad de un jesuita, el padre La Valette, había creado para la mejora económica de los indígenas. Al no poder aquélla satisfacer sus compromisos y suspender sus pagos, los masones y filósofos desencadenaron sobre la Compañía una campaña de descrédito, queriendo descargar sobre la institución la responsabilidad de los quebrantos de la factoría que con independencia de la Orden venía rigiendo el activo misionero.Aunque la Compañía de Jesús demostró claramente su irresponsabilidad en losasuntos que el padre La Valette, como colonizador, pudiera haber contraído y del juramento que éste mismo hizo ante sus jueces “de que ni los superiores de la Orden ni ningún individuo de ella habían tenido parte ni connivencia en sus actos; que pedía perdóna todos sus hermanos por las calumnias que por causa suya había sufrido la Compañía y rogaba al juez que con la sentencia mandase publicar esta declaración, que hacía de su propia libertad, jurando que ninguno le había compelido ni exhortado a que la diese”,siguieron los odios de los enemigos, que ansiaban satisfacer su sed de venganza alentados por la Pompadour, los jansenistas y los nuevos filósofos.Muerto en 26 de enero de 1761 el virtuoso primer ministro Belle Isle, y reemplazado en aquel importante puesto por el duque de Choiseul, hombre impío y vano, poseido deuna desmedida ambición que le había entregado al sectarismo más extremo, procedió éste a dar muerte al Instituto de San Ignacio, entregando al Parlamento de París el cuerpo indefenso de la Compañía. A pretexto de que decidiesen sobre un asunto comercial, único sobre el que tenían competencia, entregó a los filósofos y jansenistas del Parlamento de París, muchos de ellos masones, la resolución sobre la quiebra de la Martinica, ocasión que los masones del Parlamento de París aprovecharon para trasladar la cuestión al terreno de lo religioso y usurpando funciones revisar los estatutos de la Compañía de Jesús, vedándoles que recibiesen a nadie en su seno y continuasen enseñando la teología; poniendo en entredicho todas las bulas, rescriptos y demás concesiones apostólicas que disfrutaban. De esta forma, al tiempo que por un decreto se destruían las obras y congregaciones de jesuitas, que se ocupaban de ejercicios de piedad de los fieles,se permitía la multiplicación de las logias masónicas, que, desconocidas hasta entonces en muchas provincias, se extendieron por todos los lugares dependientes de la Corona de Francia, con menoscabo de la paz interna y de la doctrina del Evangelio.Alarmado el Rey por el giro que tomaban los acontecimientos, convocó una asamblea de obispos, en la cual se re unieron entre cardenales, arzobispos y obispos cincuenta y un prelados, los que se pronunciaron en favor de los jesuitas por cuarenta y cinco votos contra sólo seis, cinco de ellos supeditados a Choiseul, pero que sólo diferían de los demás en que queriendo poner una vela a Dios y otra al diablo, proponían establecer determinadas modificaciones en la Orden. Setenta prelados ausentes se adhirieron al parecer de la mayoría.La autoridad de esta resolución exasperó a los masones, protestantes, jansenistas,filósofos y demás enemigos de la Iglesia, que multiplicaron sus ataques con el apoyo de Choiseul, que buscaba concentrar la atención del país en estos sucesos y apartar de la gravísima situación que padecía con una guerra larga y desgraciada que le obligaba a ceder a Inglaterra el Canadá.
En 1 de abril de 1762, al tiempo que se disponía el cierre de los establecimientos que la Orden regía en Francia y sus colonias, se inundaba el país de obras y folletos sacando ala luz todas las calumnias y falsedades que desde la expulsión de Portugal corrían por el Occidente. Libelos en que no había delito que no se imputase a los seguidores de San Ignacio, tachando ser la doctrina del Instituto la de revolución permanente contra el Soberano, de sostenedores en la opinión del regicidio y de maquinar contra el dogma y la moral. La campaña pronto dió sus resultados, y en 6 de agosto de 1762 el Parlamento de París pronunció el fallo, en que, tras imputaciones falsas y calumniosas, “se ordena a los jesuitas que renuncien a su regla, al uso de su hábito, a vivir en comunidad, a tener correspondencia con los demás individuos de la Compañía y a desempeñar ningún cargo sin jurar previamente estar de acuerdo con este decreto”. Los Parlamentos de provincias,trabajados en sus minorías masónicas y enemigas de la Iglesia, se asociaron por una escasa minoría, excepto uno de ellos, al Acuerdo del de Paris, convirtiéndose en ejecutores inconscientes de la condena masónica: unos, arrastrados por la adulación y las lisonjas de una minoría influyente y maquinadora, y otros, ganados por las campañas de difamación, la tendencia a las novedades, la envidia de la Orden por la confianza y concepto de que gozaban los religiosos entre el pueblo y, en general, por un deseo inmoderado de extender sus atribuciones.Cogido el Rey en la hábil maniobra que Choiseul le tendió, aceptó la afrenta de sancionar con su firma la ley inicua, que estableció, entre otras cosas, “que la Compañía de Jesús no sería admitida jamás en su Reino, ni en sus tierras y señoríos de su Corona”,poniendo a sus miembros en el monstruoso dilema “de abjurar de su Instituto y ratificar consu juramento la certeza de las imputaciones hechas en sus condenas o su muerte civil”.Los cuatro mil miembros de la Compañía eligieron sin vacilar el camino del sacrificio.Muy pronto la dinastía francesa había de cobrar, con la maldición del cielo, la letra que contra su Dios y Señor había extendido.
La expulsión de Francia de la Compañía de Jesús fué el paso decisivo para que en el occidente de Europa se sumasen a la persecución otros Estados menores, como los de Parma y Nápoles, que, por tener al frente de sus destinos a Infantes de España, príncipesde la Casa de Borbón, quedaban dentro del Pacto de Familia y de la influencia nefasta delos otros Borbones. Así, el duque de Parma, sirviendo las intrigas de su valido el marqués de Felini, gran magnate de la secta masónica, los expulsa a principios del 1768, y el rey de Nápoles, en 22 de abril de este mismo año. Los intentos que se hicieron en Viena y Alemania no tuvieron el éxito que se esperaba, pues pese a la calidad masónica de Federico de Prusia, éste no quiso enfrentarse sin razón con la opinión religiosa de muchos de sus súbditos, creando un problema que rompiese la unidad en el interior, que él consideraba necesaria.No satisfacía lo alcanzado la pasión vesánica de los “hijos de la viuda”, ni de los incrédulos herejes y jansenistas que los acompañaban en la ofensiva, cuando no nutrían sus logias, que, llevados de su odio contra los discípulos de San Ignacio, querían verlos aniquilados, convencidos de que mientras quedase en pie esta Orden religiosa y un grupo de individuos permanecieran sujetos a su santa regla, existía la amenaza de que la Compañía de Jesús resucitara, dando al traste con todas sus conquistas. Había que alejar toda esperanza de que los jesuitas volviesen, y a ello se prestó el genio malévolo del primer ministro portugués, que encabezó las gestiones para lograr un frente común ante Roma que decidiera al Papa a la extinción por si de la Orden, único medio de que los propios católicos de las naciones se viesen obligados a cumplir el mandato pontificio.
España fué el primer país a quien se dirigió Pombal, por medio de su embajador, con una Memoria en que, recapitulando sobre el estado de la corte romana el supuesto predominio del General de los jesuitas y de la Compañía y la importancia de sacar al Papa“de la oscuridad en que vivía”, se solicitaba una acción común para obtener de Roma por la coacción lo que no obtenía a través de los medios suaves. El Gobierno español convino en lo sustancial del designio, y, aprobada por el rey, fué redactada por Grimaldi la respuesta y enviada al ministro plenipotenciario español en Roma, don Tomás Azpuru,para su entrega a Su Santidad. La hipocresía que rezuma el escrito descubre la mano masónica que lo dirigió: “Movido el rey católico de estas razones, penetrado del filial amor hacia la Iglesia, lleno de celo por su exaltación, acrecentamiento y gloria por la autoridad legítima de la Santa Sede y por la quietud de los reinos católicos, íntimamente persuadidos de que nunca se conseguiría la felicidad pública mientras continuase este instituto…,suplica con la mayor instancia a Su Santidad que extinga absoluta y totalmente la Compañía de Jesús, secularizando a todos sus individuos, sin permitirles que formen congregación ni comunidad bajo ningún título, ni que vivan sujetos a otros superiores que a los obispos de las diócesis donde residiesen después de secularizados.” En 16 de enero de 1769 quedó en manos del Papa la Memoria española, y en los días 20 y 24 se recibían análogas peticiones de Francia y Nápoles. Su Santidad respondió a los representantes extranjeros que el negocio era grave y que exigía tiempo para su estudio.La muerte del Sumo Pontífice el 2 de febrero de 1769, solamente unos días después de haber recibido la terrible coacción de los que llamaban embajadores de reyes cristianos, echó sobre el futuro Cónclave un motivo de preocupación y discordia por la presión que las naciones iban a desarrollar sobre los cardenales. Llegados los purpurados extranjeros a Roma, se vió claramente que los ganados a la causa de la extinción pretendían que el que hubiera de ceñir la triple corona había de obligarse con papel firmado de su letra a realizarla prontamente, pretensión que, calificada de demoníaca y repugnante, era rechazada por la mayoría de las conciencias.
No pudo sustraerse el Colegio Apostólico, no obstante su buena voluntad, a las presiones enormes que los representantes de las naciones católicas y algunos de sus purpurados ejercían para que la elección de Pontífice recayese en persona de su confianza, de que carecía todo aquel que no apareciese como enemigo declarado y partidario de la extinción de la Compañía de Jesús. Por uno de esos azares que en las asambleas ocurren, en que la malicia de los menos acaba triunfando sobre la buena fe delos más, después de muchos escrutinios sin que nadie obtuviese la mayoría necesaria,cuando ya estaban sin esperanzas de que saliese elegido ninguno de los candidatos, una propuesta del arzobispo de Sevilla, Solís, aceptada por el cardenal Rezzonico, que parecía dirigir a los enemigos de la extinción, para que fuese elegido Pontífice el Cardenal,religioso franciscano, fray Lorenzo Ganganelli, que, aunque nadie se había fijado hasta entonces en su persona para la dignidad pontificia, aparecía, sin embargo, equidistante delos dos sectores en que se hallaba dividido el Cónclave y ofrecía a los defensores de la Compañía la confiante particularidad de que siendo catedrático del colegio de San Buenaventura, en Roma, había hecho grandes elogios de los jesuitas, alcanzó la aprobación general; los españoles, que, por su parte, mantenían con él relación estrecha,le consideraban un fácil servidor de su causa, y en esta situación, el 19 de mayo de 1769 fué elegido Sumo Pontífice con el título de Clemente XIV. Desde que el cardenal Ganganelli fué ascendido a la Silla de San Pedro, cayó sobre él la enorme influencia y presión del marqués de Aubeterre, representante de Francia en Roma, y de don José Moñino, nuevo representante de Carlos III, encargado por éste de arrancar al Papa la promesa formal de la extinción, y al que por ello se premió con el condado de Floridablanca. No era fácil la situación del nuevo Pontífice frente a las presiones que recibía. Si no complacía a los que se llamaban monarcas católicos, los embajadores le amenazaban con un nuevo cisma dirigido desde las alturas; si lo hacía,aparte de la monstruosa injusticia de convertirse en brazo ejecutor de las maquinaciones sectarias contra los más fieles defensores de la fe, abría el camino a los enemigos de la Iglesia para nuevas y más escandalosas pretensiones.Su Santidad demoró cuanto le fué posible la solución del conflicto, excusándose unas veces con lo grave del negocio, otras con la necesidad de oír al clero en un concilio general, la falta de unidad en los monarcas en cuyos Estados existían instituciones regidas por jesuitas y la necesidad de que pasase algún tiempo y no pudiera pensarse que la extinción de la Compañía de Jesús constituía un pacto previo a su elección; pero los monarcas y los masones no se conformaban con la espera, y el representante de Carlos III, don José Moñino, llevó sus exigencias ante el Pontífice hasta la amenaza y el desacato.La resistencia de Su Santidad en la ejecución de lo que se le pedía arrastró a los reyes coligados a la vía de los hechos, e invadieron las provincias pontificias de Aviñón,Benevento y Pontecorvo, y ante la amenaza de la guerra y del cisma que amenazaba de establecer un patriarcado independiente en cada nación, el desdichado Pontífice promulgó el breve “Dominus ac redemtor noster”
de 21 de julio de 1773, en que, sin condenar la doctrina, ni el sistema, ni las costumbres de los jesuitas, suprime la Compañía,fundamentándolo en las quejas de algunos monarcas.Si el breve causó consternación en el mundo católico, la publicación en Roma produjo general desagrado, que afligió al Colegio Cardenalicio y a todo el episcopado.