Un hombre es un hombre, y una mujer es una mujer. La literatura es un género artístico y la música, otro: ni la música es mejor que la literatura ni el hombre mejor que la mujer. Simplemente, son DISTINTOS. Comparar dos cosas distintas -e intentar igualarlas- conduce siempre al conflicto y la aberración.
Durante las primeras décadas del siglo XXI los esclavizadores de la especie humana trataron de convencer a los pusilánimes de que un hombre al que se le corta el pene se convierte en una mujer, y una hembra a la que se le adosa un colgante, se convierte en hombre. A la justificación de esa aberración se le llamó «política de género».
Es decir: confundir lo que cada cosa es, que ese y no otro es el significado de la palabra «género»; tipología.
Los ingenieros sociales que consiguieron confundir a gran parte de la población sobre lo que era real y lo que era ficción, usaron la clasificación de las cosas (taxonomía) para reconfigurarlas; a las inmutable realidades biológicas hombre-mujer superpusieron una clasificación tan arbitraria como la manera en la que se excitan, generando una cantidad de géneros (valga la redundancia) tan paralelos a las tipologías de tribus urbanas (en función del GÉNERO MUSICAL que escuchan) o por lo que comen. La gente acabó creyéndose que era «eso»: ese género «heavy», «homosexual», «punk», «vegetariano» o «pansexual» que los ingenieros habían inventado.
Esta ilusión de la mente provocada por la clasificación de las cosas no hubiera sido posible si previamente las llamadas vanguardias artísticas no hubieran deconstruido el sentido de la estética y la proporción de la obra considerada «arte» durante el siglo XX, hasta hacer realidad el cuento del traje -inexistente- del emperador.
La gente que ya no era capaz de confiar en su sentido común (¿un retrete es obra de arte?), desmoralizada, acabó desconfiando de su propia realidad natural, la del hombre y la mujer, y se creyó que los seres humanos se clasifican en función de la tendencia sexual de moda, propagada por los medios, y no de la inmutable realidad natural (considerada mala porque oficiosamente «dios había muerto» y su obra -el humano- era pues, perniciosa).
Así pues, el que esa supuesta autoridad llamada Premios Nobel destaque como literato a un músico no es más que otro acto de la «Política de Género» que consiste, ni más ni menos, que en confundir lo que cada cosa es, para hacer que la gente pierda la conexión con la realidad. Como bien dicen por ahí, habrá que ver si -siguiendo esa tendencia- el jurado de los premios Grammy se acuerda de Vargas Llosa, Isabel Allende o cualquier otro escritor.
PD: Después de tantos desatinos (Obama, Kisinger, Santos), la autoridad de los Premios Nobel es similar ya a lo que la Eurovision es para la música. Pachanga y circo. Nada más. Creo que darle el nobel a Dylan va a tener el efecto contrario al deseado por los ingenieros sociales: desmitificarlo. Así pues, alegrémonos: ya podemos tirar tomates al grandísimo farsante de Minnesota.