Toda la supuesta superioridad moral de la ultraizquierda nace de la estética; de ser incorruptibles, de ser los más auténticos, de no cambiar su manera de vestir y peinarse, y no someterse al Sistema. Ninguna de sus propuestas supera en importancia a ésta, y los trostkystas de las CUP la han llevado a rajatabla cuando entraron en el parlamento catalán: las sandalias de David Fernández, el flequillo abertzale de Anna Gabriel y el desaliño general de su personal. Todo ultraauténtico. «Nadie podrá con ellos», pensaban los alternativos catalanes.
Por eso, lo peor de que Anna Gabriel haya escogido la patria de los banqueros contra los que dice luchar no es solamente esta contradictoria elección, sino el hecho de que haya abandonado su flequillo antibelleza por un peinado normal, que deja entrever que no es tan fea como algunos decían. Que en el fondo es una chica normal, y eso la ultraizquierda no lo puede tolerar; los que dicen representar al pueblo no pueden tolerar ser «como los demás».
El gesto de Anna Gabriel va a provocar un profundo debate estético en este ambiente que, aunque dicen no creer en los líderes, su aspecto gregario les emparenta con los comunistas de toda la vida, y si la líder se pone mona… ¿Qué hacemos? ¿Seguimos ancladas en los patrones antiestéticos del anticapitalismo o nos ponemos guapas como manda la moda que procede del mayor paraíso capitalista?
Ella, evidentemente, no lo sabe, pero al marcharse a Suiza con otra imagen asimilada, Anna Gabriel ha firmado la sentencia de muerte para la ultraizquierda catalana (y quién sabe si la española).